Neurosis digital o autismo positivista

jueves, 5 de marzo de 2009

En la frontera: al otro lado del río



Estoy por irme hacia abajo, hacia el sur, empezando a volver, pero no quiero pasar por Quito (miedo a la pasta base, y al cordobés psicótico del Hotel Sucre que me manda mails esquizofrénicos: ¿por dónde andás?). Johann el suizo va para Chilcán porque se lo recomendó el tío (que vive en el eje cafetero colombiano, exporta café a suiza, en capsulas, porque allá sólo toman café express, y en capsulas) y como creo que es hacia el sur lo acompaño.

Después de cuatro horas de andar en bus por las montañas llegamos. En la mitad, en el páramo (similar a lo que describe Rulfo), hace un frío terrible. 4200 metros sobre el nivel del mar, nubes o niebla, roca, yuyo y piñas (ananás). Parece una tierra lunar extraterrestre: el planeta de las piñas. Cientos y cientos de piñas hasta el horizonte, hasta el cielo, hasta los picos de las montañas. Héctor, el improvisado guía que conocemos allá, dirá: yo cultivaba piñas hasta que todos empezaron a cultivar piñas y ya no fue negocio; un día estaba al costado de la ruta para venderlas hasta que llega mi comprador y me dice: la piña se abarató, sólo te puedo dar cinco centavos por cada una, me dijo, y eran piñas así, enormes, así que me dije no, dejo las piñas, y empecé con esto de las orquídeas. Pero antes del ladrón de orquídeas (Adaptation, Jonze, 2002, guión del gran Kaufman) y su orquideario-museo, llegamos a Chilcán. Ya estoy atemorizado por estar cerca de la frontera y de la selva: Chilcán es un pueblito de 400 personas rodeado de niebla, montañas pre-tropicales o pre-selváticas, con un aire a Coroico pero con el fantasma de las Farc al otro lado del río. Y además los medios de comunicación no llegan, salvo Televisión Caracol, colombiana, y Radio Caracol, ídem, que transmiten todos los días noticias anti-guerrilla. Al mejor estilo hollywood de penetración ideológica, a las once, después de la exitosa tira 'Tito, el argentino', dan Sobreviví a las Farc, que es la odisea de un tipo en la selva durante tres meses, el único sobreviviente, según la voz en off, de un contingente de doscientas personas. Veo un cartel en la placita principal: Chilcán limita con la parroquia Maldonado hacia el oeste, con la parroquia San Juan hacia el este, con Ibarra hacia el sur y hacia el norte con... Colombia. Qué extraño. Cuando pregunté si el pueblo era peligroso -antes de subir al bus- me dijeron que no, que peligroso era nada más cerca de la frontera. Conversamos con Johan. A un amigo de mi tío, me dice, lo secuestraron las Farc durante un año. ¿Y? ¿Cómo la pasó? Duro, bajó cincuenta kilos. Bueno, quizás le vino bien. Sí, era gordou. ¿Ves? Ahora debe estar más sexy (secuestro: segunda fuente de financiamiento de las Farc: venga a la selva y disminuya en un 50% su masa corporal, aprenda técnicas militares, interactúe con los indígenas, siéntase un guerrillero revolucionario y todo totalmente gratis, el rescate lo pagan sus familiares).

Chilca tiene dos calles, la principal y la del río (un río angosto de tres metros de ancho). Disculpe, ¿cuánto falta para la frontera?, le pregunto a la gorda malcogida del hotel Villa Real, lugar donde nos hospedamos. Ahí es Colombia, cruzando el río. Ahora entiendo porque tuvimos que mostrar dos veces las cédulas o pasaportes, y dejar todos nuestros datos en los retenes militares. Somos los únicos turistas. Después de cenar en la única fonda del lugar, caminamos las tres cuadras del pueblo. Al volver al hotel, en la esquina, vemos asomarse por una ventana a un gordo en camiseta sin mangas (el esposo de la encargada):¿ustedes están en el hotel? Sí. ¿Y qué hacen tan tarde afuera? Entren y váyanse a dormir. Son las nueve, pero acá se acuestan temprano y empiezan el día a las seis. El primer bus hacia Tulcán (el pueblo fronterizo con Colombia) pasa a las cuatro, y a veces hay uno a las tres. No hay mucho que hacer acá, mucho eco-volley en cada placita, que es un volley de tres personas por equipo, con la red más alta. Escucho golpes en mi puerta. Al suizo le gusta madrugar. Ya voy, digo. Por alguna razón estoy viajando con una especie de Jaime (el robot del Agente 86)que tiene muchos dólares y no sabe regatear, y tiene ojos claros y unos lentes Dolce & Gabanna de 500 dollars que me dificulta regatear los precios (Johann: en Navidad, en suiza, me emborraché tanto que perdí mis anteriores anteojos de 700 dólares; pensaba venir de visita un mes a Colombia y creo que me quedaré hasta el verano, julio). Estoy por decirle dejame hablar a mí (let me deal with the sellers) pero para qué, no va a cambiar demasiado. Salgo a la calle y lo veo de sport. Dice que lo único que hay para hacer acá, según su tío (que es un loco de la guerra de 60 años casado con una negra de 28, y que cuando vino a Chical cruzó el río y se volvió por el monte hasta la ciudad donde vive), es caminar quince kilómetros hasta la ruta. Bueno, ¿no se te ocurrió algún mejor modo de tratar de cruzarnos con las Farc? Caminar quince mil metros bordeando la frontera-río parece el mejor. Pero al final caminamos y no pasa nada. Llegamos a otro pueblito donde nos encontramos a Héctor, que nos convida plátanos, nos muestra su finca con flores exóticas, orquídeas (el suizo tenía orquídeas en su cuarto pero a su madre no les gustaba el olor, hablan de especies, yo lo único que sé es que en mi país titularon dos películas con esa palabra: El ladrón de orquídeas y Orquídea salvaje). Héctor nos invita a un galpón donde el hermano y sus peones (3,50 dólares el jornal/5 dólares máximo) fabrican panela. El suizo saca muchas fotos. Le digo que tiene buen ojo, que podría colgarlas en un blog o flickr, pero dice que no quiere mantener más cosas, con el mail y el facebook tiene suficiente. Los morochos obreros del monte tiran las cañas en una máquina trituradora que extrae el jugo, después cinco grandes calderas calentadas con leña, y después en moldes para ser vendidos en las ciudades. Nos convidan panela y jugo de caña. En la finca vemos diversas frutas, flores, a la boa que tiene no la encontramos (por suerte), nos muestra una planta de coca y los cultivos camuflados que hay al otro lado del río. En Ecuador ellos se preocupan porque la gente de la comunidad no cultive coca, porque eso trae todos los problemas, pero del otro lado del río sí cultivan. Héctor dice que sus hermanos eran campeones interparroquiales de Eco-volley. Yo comento que jugaba en el colegio (cada tanto algo tengo que decir, ya que no sé nada de orquídeas). Sus hijos viven juntos en un departamento grande y orgiástico de Quito (15 la hija, 17 y 18 los hijos: qué bien deben pasarla) y nos muestra una cabaña hermosa que le vendió a una italiana trabajadora social que se casó con un ecuatoriano psicólogo. Ocho mil dólares por un campito y la asombrosa cabaña (con madera de cedro, pino y limoneros). Al suizo se le abren los ojos como dos huevos fritos de cartoon. Yo digo: barato. Sí, ¿no?, dice Héctor, igual como mis hijos al principio se oponían, les estoy construyendo una a ellos. Además, se las vendí a cambio de que hagan trabajo social para la comunidad y me quedé con un cuarto. Nos muestra fotos: la italiana es una rubiecita muy linda y el psicólogo, bueno, un negro feo que será muy sensible, amable e inteligente. Tienen una hijita, una mesa de ping pong, una parrilla, una pequeña biblioteca semi-pública con algún libro de Borges y Hernández y ahora están en Quito. Como en la escuela de enfrente no los dejan participar, hacen talleres los sábados para adolescentes de bachillerato que vienen de diferentes pueblos. Un rato después Héctor tiene que hacer algo en la comisaría y nos deja con su vecino (casado con la hermana gemela de su mujer), que es el maestro del pueblo. El maestro nos lleva a la cascada, que se llama el sueño del duende vago. Antes había que pasar por la cascada para ir a la escuela, y algunos alumnos que no habían hecho la tarea se quedaban a dormir ahí. Cuando el profesor salía a buscarlos con el cinto y los encontraba en la cascada, ellos decían que la culpa era del duende, que los había encantado y puesto a dormir. En fin, algo más interesante que nos explica el profesor es sobre la producción de cocaína al otro lado del río. Ahora con el Plan Colombia (financiado por EE.UU) están fumigando todos los campos que planten hojas de coca (y algunos otros) salvo los que están a menos de veinte kilómetros de la frontera, para no afectar a Ecuador. Esta medida vuelve a estas tierras buenos lugares para cosechar coca. Y algunos campesinos, sólo con nafta como acelerador y alguna cosa más (como el secreto de la coca cola: alguna cosa más... coca) fabrican cocaína de modo casero. Mil hojas de coca, un gramo. Media hectárea de plantas (de la peruana, que tiene hoja grande y es más rendidora que la boliviana), un kilito de merca. Las Farc vienen y se las compran (primer fuente de financiamiento de la guerrilla). Precio? Un millón trescientos mil colombianos. Lo que equivale a 600 dólares. Sesenta centavos de dólar el gramito. El problema, como siempre, es transportarla (sino ya estoy cruzando el río). Es decir, si en Suiza, por ejemplo, el gramo se vende a 70 euros, tenés una rentabilidad de 140 veces más que el costo (aprox). Y eso si no cortás, es decir doblás, por ejemplo, el 95% de pureza de la coca a la mitad. Casi nadie se dará cuenta. Johan dice que el año pasado, en Colombia, tomaba diez gramos todos los días. Le digo que creí que con eso llegabas a la sobredosis. Dice que tuvo que dejar de tomar por problemas del corazón. Dejó de mirar televisión (y le regaló a sus padres su tele de 4000 dólares), dejó el tabaco (yo volví, pero estoy volviendo a dejar), y dejó la marihuana: fumaba todos los días, todo el tiempo, desde los catorce años, y además tenía unas trescientas plantitas en el bunker de su casa, porque en Suiza toda casa tiene su bunker-sótano anti-atómico; tiene dos amigos que poseen dos mil plantas cada uno y hacen un millón de dólares al año: allá la marihuana está tratada en Holanda y es muchísimo más potente que acá, dice. A la mula que va a Europa le pagan mil dólares: sale el jueves, deja -o saca, caga- todos los kilos que tiene adentro (vía estomacal, vía anal) y regresa el lunes. Eso sí sobrevive, claro. O si no la agarran. La heroína en Europa es más barata que la coca por la cercanía de Afganistán (rico en amapolas) y la facilidad para ingresar a Europa, mucho mayor que la coca latinoamericana. Como hasta la ciudad de Tulcán, caminando, hay ocho horas, los indígenas (especies de chasquis o comerciantes, que tenían que atravesar todo el frío páramo, llevaban en el cinturón una especie de riñonera: cuero de testículos de toro donde ponían una pasta de cocaína y banana. Cuando sentían el frío o el cansancio, untaban la pasta con el dedo y se la pasaban por los dientes. En fin, Chilcán es un pueblito rodeado de nubes, una parada en el camino al purgatorio, o al cielo, y si cruzás el río quizás entrás en el infierno. El infierno está encantador, decía el Indio Solari. Pero como con el cine y la literatura en papel, el problema es de distribución o socialización, y de ambición. Lo que genera muertes es la ambición del campesino de ganar más dinero, o tal vez es una cuestión de supervivencia. ¿Y nunca vinieron las Farc acá?, le pregunto a Héctor cuando vuelve. Una vez, hace un tiempo estaban de farra, tomando aguardiente y bailando, y una mujer coronel, la tesorera, agarró la plata y se vino para acá, a Ecuador. Se quedó en uno de los pueblitos de más abajo, cerca de acá. Y los de las Farc vinieron a buscarla. Nosotros no nos metemos, ellos solos resuelven sus problemas. Si ayudamos a los militares o a la guerrilla, tenemos represalias de los otros. La tesorera debe estar en el purgatorio, supongo (los dioses no se deciden: ¿de qué lado del río debemos ponerla?). Yo, por otro lado, no la puse en ningún lado del río, pero bueno, al menos dejé de consumir tanta internet. La vida es mejor sin porno. No podría decir lo mismo del sexo, pero...
La casa de Héctor, donde nos quedamos la segunda noche por seis dólares (dormimos en las cómodas camas de los hijos), queda en Maldonado, un pueblito aún más chico (300 personas) que Chilcán, a media hora. En el living, libros de Lenin y Guevara desperdigados (se incomoda cuando le pregunto sobre sus lecturas subversivas).

Las chanchas madres y sus chanchitos están por todos lados y son muy tiernos (en el doble sentido). A la noche sopa (la extrañaré), y de segundo arroz, plátano frito y un bisteck grande pero finito y duro. En la mesa de al lado, junto a la tv, un gordo que parece duro de merca y su joven ayudante, hacen un relevamiento de las poblaciones fronterizas para el censo nacional del 2011. Conversamos un minuto sobre el Indec. Poco simpático y agresivo el gordo, efectos colaterales de la cocaína. El ayudante dice algo bajito y el gordo dice: modula, habla como hombre. Me siento interpelado (nunca fui bueno para mo-du-lar). Pido otro cuchillo porque este no sirve para este bifecito insípido. Comer carne vacuna es como quedarte varado en la mitad de los andes (o de la selva fronteriza) y tener que comerte a tu novia anoréxica: dura, llena de nervios y seca. Las gorditas son más gustosas. El gusto está en la grasa, no en esas vacas resecas, muertas en vida de comer yuyos en el páramo, que hay a los costados del camino. En fin, gracias a mis amigos VV (Vanoli-Vecino) por el post homenaje. El fantasma vuelve. Tratando de dejar de fumar eternamente, más ansioso, neurótico y tartamudo que nunca... pero con la magia intacta para el fútbol. Hoy devolví una pelota perdida, con un pase de quince metros, un necesario pique y al pecho de un niño de ocho años. Un segundo de destreza argenta. El fútbol tal vez sea como andar en bicicleta, o como el sexo (esperemos). La magia está intacta.

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